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Mi abuela, la Sibila

Mi familia está llena de Evas. Y aunque a mi abuela materna los nietos le decíamos cariñosamente,  "Mamachacha" , ella se llamaba, como su madre, y luego, una de mis tías, Eva. 
 
En fin, mi gente en general no es demasiado bíblica que digamos, si por esto se entiende  grandemente religiosa o santurrona, pero esta  abuela Eva (o “Chacha”, como todos los nietos le decíamos)  me contaba que la noche de la bodas de su madre, a la cual ella por  supuesto no asistió en persona, un primo que fue al evento les dedicó a los enamorados  como regalo nupcial los siguientes versos : 
 
“Cuando Adán a Eva se unió 
de dulce amor embriagado, 
nos dice el texto sagrado 
que el Paraíso perdió. 
Pero en ti el destino quiso 
dar de lo contrario prueba: 
pues al unirte con Eva, 
¡ ganastes el Paraíso!" 

 

 


 
 

La primera vez que le escuché a mi abuela recitar estos versos fue ya en el exilio cubano –  alla por el año setentaipico, y en el estado norteamericano de Delaware, lugar donde gran  parte de mi familia se había trasladado en pos de la libertad después de la Revoluciόn de  Fidel Castro en 1959. 
 
Mi abuelo materno, Paco, o sea, su esposo,  estaba ya viejo por aquel entonces, con mil achaques y tristezas, y en cambio la abuela, que guardó  hasta la sepultura su carácter jovial y dicharachero,  solía  advertirle a él cariñosamente que si no hubiese sido por ella, la vejez de mi abuelo Paco –  y su vida toda – hubieran sido...bueno, digamos que no un cielo precisamente! “Yo he sido  tu Eva, mi hijo!”, le aseguraba ella riendose suavemente. Y él le decía, con enojo fingido y  usando un léxico muy camagüeyano que quería decir tonta,  “Mira que eres  faina!” 

Creo que esa tarde de los 1970s que yo escuché por primera vez los susodichos versos, ya yo andaba en tercer año de universidad, y había ido a casa de ellos ese día para  presentarles a un nuevo amigo cubano que pasaba por nuestra ciudad de Wilmington,  Delaware, camino a Paris, donde lo llevaba el sueño de ser escritor.  Con gran orgullo, pues, traje al tal  Alejandro a conocer a mis abuelos, en el pequeño duplex de ladrillos  puritanos y calefacción eléctrica nada tropical donde ellos vivían por entonces, siempre recordando a  Cuba. Todos se simpatizaron mucho mutuamente.   Mas cuando a mí se me ocurrió  contarles a mis mayores,  a modo de “credenciales” de este amigo, que él portaba en su  equipaje una novela recién publicada entonces en Cuba – Paradiso, de José Lezama Lima –  cuyo texto ultra barroco evocaba una Cuba anterior y superior a la de Castro, mi abuela  inmediatamente aportό al tema de nuestra isla natal como paraíso su propio repertorio de  anécdotas, entre los que imperaba el de su madre como Eva en la antes citada poesía.  


Cuando nos fuimos de la casa de mis abuelos, Alejandro celebrό la candidez refrescante de mi abuela, pero me comentό que el tema de la "Cuba paraíso teológico" en Lezama era “muy complejo y enredado”. Y que tal vez estaba más allá de los pintorescos versos de mis Evas. “Nada que ver con el mundo de tus abuelos, José, ni con esa claridad tan especial de tu abuela Chacha”, me advirtió Alejandro. 
 
Con el correr de los años, yo perdí muchas pestañas tratando de desenredar la novela de Lezama Lima, y mucho después de ese primer y último encuentro con el amigo Alejandro,  me di perfecta cuenta de la complejidad de la palabra “paraíso” en la historia no solamente de mi país sino en la de mi familia específicamente. Por ejemplo, la famosa Eva de los versos no había tenido una vida paradisiaca, en el sentido de que se había muerto de parto  el  mismo dia  en que había dado a luz a mi abuela. Gran ironía: ¡el mismo nacimiento de esta abuela tan risueña y luminosa, la Mamachacha, en cierto modo había sido la causa del  fallecimiento de su madre! ¡Vaya paraíso! 
 
Bueno, mucho ha llovido hasta hoy no solo desde el 1895 de aquel parto y aquella muerte,  sino desde aquellas conversaciones con mis mayores en Delaware sobre la isla edénica, en los 1970s. Tal vez, sin embargo, por esas mismas insistencias y  leit motifs  de familia,el  propio destino mío quiso, como decía el poema, que yo siempre viera en más de una Eva,  vestigios y reflejos de los más raros Edenes. Así pues hace unas tardes aquí en Roma,  donde vivo hoy en día y me gano la vida, en parte, paseando a grupos chicos de turistas por  diversos puntos históricos de la Ciudad, me vinieron al recuerdo los  versos de mis  Evas criollas – precisamente cuando contemplaba aquí a la Eva pintada en el techo de la  Capilla Sixtina por Miguel Ángel Buonarroti en el 1512. 

Me encontraba yo, pues, trabajando -- explicándole a una familia norteamericana la escena donde se ve en la bóveda de la Capilla Sixtina la Tentación y la Expulsión del Paraíso, y mientras también les contaba del Papa Julio II – el Papa Guerrero – que le comisionό el  techo al gran Buonarroti, de pronto rezumbaron en mi interior los versos de mi abuela: 
 
… Pero en ti el Destino quiso 
dar de lo contrario prueba, 
pues al unirte con Eva, 
ganastes el Paraíso. 

Por supuesto, hubiera sido muy difícil compartir con mi pequeño grupo de turistas aquí en Roma,  la anécdota y las rimas de una familia cubana errante, pero quiero pensar que de alguna manera el sonoro vibrar que de la voz de mi abuela me llegό como en una nana infantil allí en ese momento en la Capilla Sixtina, quizá le dio a mi trabajo una mística especial. 
 
              *   *   * 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Muchos viajes encierran dentro de si otros viajes, tal vez más interiores.  Cuando nos parece que viajamos geográficamente de un punto a otro, sucede que nos estamos moviendo  por dentro de nosotros mismos. Nos viene un recuerdo. Advertimos, al llegar a una esquina  del viaje exterior, otra esquina más interna – experiencias anteriores, tal vez cosas que hemos leído – pues la lectura, ya se sabe, es una manera muy válida de viajar por los  mapas de cualquier regiόn de un país con historia. Por eso, pensaba yo el otro día, dice el escritor francés Stendhal que el viajar es un  arte que requiere tiempo, y que una persona joven que quiera ver Roma, tiene que “amarla  y conocerla – de antemano--  mucho tiempo”. En otras palabras, lo que vemos en un viaje  es todo un proceso de construcción y de sentimientos, unos sobre otros, y por eso dos  personas pueden ver de manera tan distintas el Coliseo, por ejemplo.  Es más, Stendhal  dice, refiriéndose concretamente a los colores de los atardeceres romanos: “Un joven que  no ha conocido la desgracia no los comprenderá nunca...." 
 
¡Tamaña afirmación! – quien no ha sufrido una perdida grande en su vida, no es capaz de  palpar bien el paisaje romano, o de ver sus colores. 
 
En la época diplomática y literaria de los 1800s cuando escribía Stendhal todo esto, gran parte de Europa comenzaba a modernizarse, cosa que celebra repetidamente el autor de El  rojo y el negro y de La cartuja de Parma. Pero en el progreso también había un problema,una tentación, diría Stendhal (y yo lo llamaría una nueva caída del Edén). La modernidad  como negación del mundo antiguo.  El diplomático francés se lamentaba de que muchos  parisinos que viajaban a Roma no tenían ojos para ver -- realmente ver -- la pintura al  fresco que les esperaba aquí --- por ejemplo, los frescos de la Capilla Sixtina -- ya que  todavía traían las pupilas, por así decirlo, acostumbradas a las telas modernistas pintadas al óleo que  habían mirado en el Museo del Louvre. Había que re-enfocar la vista, Stendhal insistía para ver con ojos de otra época y de otra sensibilidad, y eso toma tiempo. Además, ese nivel de visiόn o lectura necesariamente conlleva el conectarse uno con sus sentimientos.  Además, ese autor criticaba el hecho, según el, de que gran parte de esos mismos turistas franceses de su tiempo traían la cabeza demasiado atiborrada de cuestiones de dinero y de las ideas progresistas y excesivamente pragmáticas de Voltaire, Diderot, y otros enciclopedistas contemporáneos. Con todo ese aparato mental dentro, no se puede apreciar o sentir el arte italiano de otros tiempos. El canto de la Antigüedad. 
 
                                      *   *   * 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


La escena de la Creación de Adán, uno de los nueve paneles centrales del techo de la  Capilla Sixtina, es uno de los momentos más conocidos de todo el techo de la Sixtina.  Stendhal diría que no todos los que lo miran hoy lo ven! Se calcula que cada día entre 16,000 y 20,000 seres humanos se paran debajo de esta  bóveda y observan más o menos atentos esta y los otros ocho momentos del libro bíblico  del Génesis pintados allí por Miguel Ángel para el Papa Julio II un par de años antes de la  Reforma Protestante de Martin Lutero.  Estas estadísticas, empero, no son necesariamente  buenas. Como me recordaba una artista argentina aquí en Roma la semana pasada, citando  a Humberto Eco, el turismo en masa es un fenómeno de ceguera en masa, un flagelo. El  mundo moderno ha convertido a Italia, me asegura ella citando a Eco, en un potrero de la  banalidad – o más aun, en un Templo convertido en mercado de bagatelas como aquel del  relato bíblico donde Jesús se vuelve loco y empieza a repartir latigazos a diestra y  siniestra, para ahuyentar a los vendedores del lugar más sagrado de los judíos.  Puede que  Eco tenga razón. No más caminar por los alrededores de la Basílica de San Pedro o por los  mismos pasillos de los Museos Vaticanos para constatar de qué manera nuestra sociedad  ha reducido las imágenes más sublimes del arte italiano --- desde la Venus de Botticelli al  David de Miguel Ángel – en un gran bazar de tazas para el café, rompecabezas, calzoncillos,  hasta delantales de cocina. Hoy en día varias de las galerías vaticanas están llenas de tiendas de tales souvenirs. 
                                      

La tarde que recordé los versos de mi Abuela Eva en la Capilla, pues, mire con otros ojos  el panel de la Tentación y de la Expulsión del Paraíso. Como composición, esta escena de Miguel Ángel es casi como un libro abierto. Por un lado el capítulo de la Tentación, y a la  derecha del árbol con la serpiente en el centro,  el arcángel que expulsa a los primeros  padres del paraíso.   
 
 
En la vida todo tiene su antes y su después, sus dos caras, y, según mi entender, esta imagen el techo en particular, haciendo de la serpiente con su brazo extendido hacia la izquierda  y del Arcángel con la espada suya apuntando hacia la derecha dos ramas del mismo árbol  del Bien y del Mal, crea un eje óptico muy interesante al contarnos visualmente esa historia central de la Biblia. 
 
De hecho, por aquella época que llego a mis manos la enigmática Paradiso de Lezama, fue  que mi Abuela Eva se puso a repetirme los versos del Edén de sus padres, y que yo a mi  vez empecé a entretener la idea de que nuestra ida familiar de Cuba era de la familia, por  sí decirlo, de lo edénico, en el sentido más tremendo de la palabra. Inspirado, además,  por la exploración que hace ese autor de lo importante que es la familia en todas sus  ramificaciones para entender lo cubano, yo comencé a “viajar” a mis propios recuerdos de la niñez, en busca de la manzana, del famoso árbol, y de la caída. Y algún hilito de  recuerdos me quiso llevar al mismo portal de la casa de esos abuelos en mi Camagüey  natal, allá por fines de los años 1950, cuando le escuche por primera vez a uno de mis tíos  – el intelectual de la familia, a decir de mi madre – entre sorbos del refresco de gaseosa  que servía mi abuela Eva allí religiosamente al caer la tarde, la idea de que la historia de  Cuba estaba “escrita” en la Biblia. 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


 
 

 

 

 

 

 

 

Entonces mi Tío Paquito nos explicó que en el Apocalipsis, que era “el último libro de la  Biblia”, aparecía el nombre de Fidel Castro Ruz completo, solo que cifrado en un número secreto que era el 666. “Es muy complicado todo eso”, aun escucho a mi tío diciéndolo,  “pero ese seiscientos sesentaiseis  es …  el número de la Bestia!”  Era la primera vez que  yo, a mis 7 años, oía hablar de la Biblia.  Y de tales cosas apocalípticas. 
 
Ahí salto mi madre y enseguida le rogo a su hermano que llevara su tomo de la Biblia al  portal de mis abuelos el día siguiente. A nivel familiar, ese portal era nuestro "foro". 
 
Por aquellos días, la generación de mis padres y tíos en mi familia, comenzaba a  desilusionarse con la Revolución cubana, y a contar, incluso, en voz bajita, en el marco de esas mismas tertulias, que algunas amistades habían desaparecido de la ciudad, sin dejar  rastros, porque se habían atrevido a cuestionar públicamente el nuevo gobierno. Recuerdo vagamente cuando un hermano de mi abuelo anuncio que cerraba su casa y se iba con mujer  e hijos para Miami.  El mundo de mi niñez, en fin, tan estable y primoroso, comenzaba a  caerse a pedazos. Pero recuerdo, en fin, aquella tarde, otra cosa de que se habló: surgió  mención de la Virgen de Fátima, como parte del tema de la Cuba apocalíptica. Mi abuela  Chacha hablo de las apariciones de María en Portugal en el año 1917.  “En muchas partes  de Cuba ya se están viendo cosas”, dijo, como para enlazar las conversaciones con lo que  había contado el Tío Paquito noches antes, sobre la Bestia y el fin de los tiempos. 
 
“Hay señales en el cielo", aseguraba mi Abuela Chacha mientras subrayaba sus  comentarios con el movimiento de su abanico. "Del el sol que se ha visto bailando en  algunos lugares de Cuba”,  continuo. “Es más”, aseguro ella con la misma cadencia criolla  y luminosa  que mantuvo hasta su muerte, “la tercera carta de la Virgen de Fátima, que el  Papa todavía no ha querido divulgarle al mundo, tiene que ver con el Comunismo, con el  fin del mundo, y con Cuba”. 
 
Creo recordar un gran silencio en ese momento en la tertulia de mis padres, abuelos, y  tíos.   
 
Y entonces mi madre rompió el silencio. Todavía me parece estar allí esa tarde en medio  del portal de los abuelos, cuando la autora de mis días le propuso al Tío Paquito que  trajera la Biblia al portal la tarde siguiente para que me la prestara a mí: "Ustedes van a  ver que este muchacho puede leer bien la Biblia!" 
 
Mi madre era muy ciega respecto a mi supuesta inteligencia precoz  y años después se  buscó mil rollos de familia por la misma insistencia, por ese mismo orgullo. 
 
La noche siguiente, por supuesto, mi tío Paquito trajo la Biblia y yo me la lleve de trofeo  unos días a la casa – era un tomo pesado de cuero negro y de páginas muy finitas, casi  transparentes. Pero, claro está, para mi abecedario resultaron totalmente impenetrables  aquellas letritas, y creo que fue la primera vez que a mi orgullosa madre le vino alguna  evidencia de que yo no era tan superdotado intelectualmente como ella insistía. Tal vez, a  lo sumo, leí que "fueron novecientos treinta años los días de Adán", y 969 los de  Matusalén",  y sobre las misteriosas 40 noches que había durado el  Diluvio Universal --  pero en realidad yo no pude reportar nada mas de mi lectura la tarde siguiente en el portal  de mi abuela. 
                            *   *  * 
En fin, pronto en el cuadro familiar de esa Cuba de mi infancia también empezó a diluviar.  Aquella familia que a mí me parecía estaría siempre reunida por las tardes en casa de mis  abuelos, comenzó a dispersarse. Poco a poco eran menos los tíos y primos que se sentaban  en los
balances, y aumentaban, en cambio, las cartas familiares desde Miami. Empezó hasta  a escasear la gaseosa, o sea, el refresco que nos ofrecía siempre mi famosa abuela en su portal!  Se hablaba del exilio y de cómo en este o aquel lugar de Cuba  seguían habiendo desaparecidos y gente fusilada sin causa legal o juicio previo. Recuerdo  con escalofrío que a veces hasta televisaban los llamados “juicios” que les hacían en  teatros municipales a estos desafectos de la Revolución.  Mi abuela y mi madrina insistían  en que Castro atacaba a la Iglesia, y que había comenzado a expulsar a los religiosos de  Cuba. “Es lo mismo que paso en España en el año '36”,  se dijo. Y tal vez en la memoria le  escucho a mi madre una de esas veces decir: “Aquí va a pasar lo mismo de Hungría en el  1956, cuando los tanques rusos entraron en la ciudad y acabaron con la gente!” 
       *   *   * 
Para concluir, vuelvo al tema inicial de estas memorias y señalo nada más uno de los  momentos más fascinantes del techo de la Capilla Sistina:  es el “marco” de profetas y  sibilas que, sentados en sus respectivos tronos, rodean literal y arquitectónicamente los  nueve paneles que forman el centro del techo.  Todo alrededor de la narrativa central del  techo están los profetas del llamado Antiguo Testamento judeocristiano-- Daniel, Jonás,  Isaías, etc. -- y junto con ellos,  Miguel Ángel intercala las figuras de sibilas o sacerdotisas  “paganas” de Delfos, Cuma, y Eritrea, cuyos oráculos eran lugares de revelación y de  consulta durante toda la antigüedad.  Mucho se ha hablado sobre ese gesto de Miguel Ángel -- tan insólito para muchos -- de  poner al mismo nivel o equiparar a las Sibilas paganas con los Profetas de la Biblia. "Para  ese artista, tanta autoridad tiene la mujer como el hombre. O lo pagano como lo sagrado- bíblico", dicen. Y es que existe una bella leyenda de que cuando el Emperador Augusto  subió al Templo del capitolio romano a consultar el oráculo de las Sibila, ésta le señaló  con la mano hacia el cielo y le hizo ver allí tal vez la primera aparición de la Virgen en  toda la Historia. Y con la imagen de la Madonna, la Sibila le explicó a Augusto que en  tiempos de su imperio -- la famosa "Pax Augusta" --- nacería un niño que cambiaría el  mapa del mundo. 
 
A tantos años luz de esos atardeceres en el portal de mis abuelos en Camagüey, me parece  verle un sentido nuevo a los versos paradisiacos de mi abuela. Se me ocurre que en aquel  portal de familia, toda esa parentela mía, o sea, mis abuelos, mis padres, y mis tíos,  estaban haciendo  eco de las voces ancestrales de todos los tiempos.  Mi Tío Paquito, el  intelectual de la familia"  -- fue profeta, me abrió su gran Libro. Mi madre, nunca  queriendo quedarse atrás en las conversaciones, sobre todo cuando se trataba de  un hijo  suyo, me dio el gran empujón al ruedo de las lecturas. Y mi abuela, también una sibila ella,  quiso hacerme notar junto con las apariciones de la Virgen en el cielo cubano, las danzas  que estaba haciendo el sol tropical por aquellos entonces, y que le daban todo un  significado sagrado a lo que pronto íbamos a perder. Ahora leo de manera distinta los  versos sobre el casamiento y la vida de su madre, la otra Eva:   
 
“Cuando Adán a Eva se unió 
de dulce amor embriagado, 
nos dice el texto sagrado 
que el Paraíso perdió. 
Pero en ti el destino quiso 
dar de lo contrario prueba: 
pues al unirte con Eva, 
¡ ganastes el Paraíso !"        

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Panorama del techo de la Capilla Sixtina
Detalle del techo de la Capilla Sixtina : Dios tocando a Adán
Detalle del techo de la Capilla Sixtina: La Pérdida del Paraíso
Recuerdo de infancia dibujado por el artista y autor de este ensayo, del día en que el Tio Paquito le enseñό el pasaje Bíblico sobre La Bestia del Apocalipsis

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La Sibila Délfica, del techo de la Capilla Sixtina
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